Llega despacio, anunciándose con timidez adolescente. Sensaciones de intranquilidad no comprendida. Se detiene en la entrada y luego se aleja, como si jugara, dando una sensación de seguridad para después volver a acercarse de nuevo.
Las ideas comienzan a entremezclarse, la realidad se desvirtúa y el vacío comienza a dominar con su presencia. Me envuelve, siento que giro y giro, dando vueltas alrededor de mi misma perdiendo el control como derviche caído.
Fuera, la humedad se siente en la tierra. Los colores se oscurecen. Las hojas y ramas de los olivos parece que quieren competir por escapar del tronco. Los ocres de las arcillas reflejan las cepas de vid sin hojas. Julia deja de caminar. Siente las gotas de agua resbalar por su cara. Nada puede hacer para detener la lluvia. Se sienta en la silla de plástico que está al borde del camino esperando a que llegue.
Despierto. La lucidez domina a los pensamientos confusos. Estoy exhausta. Siento que se va yendo, desapareciendo sin despedirse como si tuviera vergüenza. Tranquila me levanto y me dirijo hacia la ventana.
Charcos de agua se deslizan esquivando las cepas. Las gotas ya no golpean. Julia sigue inmóvil oliendo la arcilla empapada. Se levanta y despacio se acerca a la casa, dejando la ropa sobre la silla.
La veo caminar entre las vides con paso firme. Lo ha olvidado todo: el encierro, el miedo y la parálisis del cuerpo ante el castigo .El murió hace 15 años y yo sigo atada a su recuerdo. Julia decidió irse y enfrentarse al exterior. Poco a poco sus músculos se fueron desentumeciendo y aprendió a relacionarse con los demás.
Ella fuera, yo, dentro. Viviendo los días de otros, deseando que el olivar se transformara en páramo, entrando y saliendo en cada tormenta buscando el hilo dorado. Durante este tiempo sólo me comunicaba con el exterior a través de la ventana.
Ella fuera, yo dentro. Sintiendo a través del cristal, sin poder ver la totalidad del paisaje, imaginando que volaba sobre las vides hasta el mar.
Junto a la ventana la vida era el silencio, interrumpido a veces por el sonido del clarinete del abuelo que encontré en una funda de madera en el armario, tal y como lo dejó cuando se fue a Madrid.
Aprendí a tocarlo sin saber música, sólo soplando suavemente, deslizando los dedos construyendo melodías inventadas. En esos momentos me sentía con fuerza para dejar la habitación, bajar al vestíbulo, empujar la puerta siempre entreabierta de la calle y salir fuera pero cuando llegaba a las escaleras, el pánico paralizaba mis piernas y retrocedía de nuevo hacia la ventana sintiéndome culpable.
Un día, el viento abrió de golpe el balcón y sentí el frío en la cara. Me quedé quieta con los ojos cerrados sintiendo y oliendo la tierra. Se me ocurrió que quizá me sería más fácil salir fuera por la ventana directamente sin tener que pasar por la escalera y la puerta. Até una cuerda a la barandilla y bajé por ella. Cuando puse los pies en el suelo, sentí un estallido y empecé a mirar a mí alrededor viendo otro paisaje diferente el que estaba acostumbrada a ver.
Comencé a correr por entre las vides hasta que llegué al camino. Fueron tres días de locura, descubriendo cada paso como si la vida saliera a presión. Al cuarto llegó el cansancio y caí sobre la tierra. Al levantarme sentí el miedo en los huesos y decidí regresar a las melodías inventadas y a la vida mirada a través de la ventana. A partir de ese día, las tormentas comenzaron a ser constantes. Yo no dejaba de girar. Cuando paró el agua y se secó el barro pensé en Julia, tenia que venir. Necesitaba que me ayudara a salir
Ella regresó hace dos años con una maleta vacía, y dijo que se quedaría hasta que se llenara. Entró sin llamar y permaneció esperando junto a al escalera. Desde la ventana, en la habitación sentí su presencia. No pude bajar. Julia fue a la bodega y dejó la maleta cerrada en el suelo.
Poco a poco fui logrando superar el pánico, bajando los peldaños hasta conseguir llegar a la puerta entreabierta. Me acercaba a la bodega y con emoción miraba la maleta abriéndola un poquito para ver si se estaba llenando. A veces pasaba horas observándola fijamente como si pensara que con desearlo entrarían los recuerdos, pero cuanto más la miraba, iba pesando menos. Deje de ir a la bodega, olvidándome de la maleta. Llegó el día que pude por fin salir por la puerta entreabierta y caminar por las vides, sintiendo y desentumeciéndome poco a poco.
Desde hace un mes no para la lluvia, estallando a veces enfurecida. Siento frío. Oigo que Julia sale y veo su sombra por la ventana. Me asomo al balcón. Julia coge una pala y se dirige al olivar. Bajo las escaleras y sin pensarlo voy a la bodega a por la maleta. Pesa tanto que tengo que arrastrarla hasta la puerta. Esta lloviendo con mucha fuerza.
Salgo. Mis pies descalzos se hunden en el barro mientras arrastro la maleta por la tierra. Busco el olivo con el columpio dónde de pequeñas jugábamos a volar. Veo los restos de la cuerda colgando de una de las ramas. Debajo está la zanja. Tiro la maleta dentro y me tumbo sobre ella mirando al cielo.
Julia se asoma y comienza a echar tierra sobre mí. Me va desapareciendo el rostro, y mis facciones se van dibujando en su cara a medida que dejo de sentir y oler. Sólo el silencio y la oscuridad. Regreso a la vida.
Julia se da la vuelta y deja la pala apoyada en el tronco. Siento de nuevo el aire, el agua. Voy caminando hacia las vides, y cuando llego a la silla de plástico, cojo la ropa. Mientras me visto echo una ultima mirada a la ventana.
1 de octubre de 2008
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